Para la religión católica, la fe lo es todo. Y sin embargo hay personas a las que les resulta imposible aceptar lo que no entienden, y otras que entienden de manera distinta lo que el dogma ha fijado como verdad indiscutible. El dogma existe, precisamente, para neutralizar las diferencias de opinión, que han sido el gran quebradero de cabeza del cristianismo desde sus orígenes. “Esto creerás, y solamente esto”.
La expansión religiosa en Occidente tuvo lugar en un tiempo inimaginable para nosotros: un mundo sin medios de comunicación, sin noticias, una sociedad prácticamente analfabeta en la que nadie sabía lo que estaba pasando cien kilómetros al norte o al sur de su lugar. En aquellos siglos oscuros, la cristianización de los bárbaros fue una verdadera epopeya intelectual. Los evangelizadores, como San Patricio en Irlanda o San Bruno en Crimea, veían con sorpresa que lo que habían predicado entre los celtas o entre los rusos se convertía poco después de su partida en algo completamente distinto. Las viejas creencias se adherían como lapas a la nueva religión y la deformaban a su gusto, integrando en ella sus símbolos paganos seculares.
El único sistema de comunicación a distancia era el correo. Eso explica, por ejemplo, que la obra de Pablo de Tarso –que sólo era diez años más joven que Cristo– consista en una larga colección de epístolas dirigidas a las iglesias emergentes. En esas condiciones de aislamiento, es fácil entender que cualquier desviación del dogma que se produjera en una región remota podía tardar años en llegar a conocimiento de la autoridad eclesiástica y convertirse mientras tanto en una herejía extendida e importante.
Los obispos cumplían, entre otras, esa misión de vigilancia del dogma y enlace con la jerarquía, pero las cosas se complicaban mucho cuando eran los propios obispos los autores de la desviación. Las grandes herejías primitivas tuvieron a obispos de protagonistas, como se ve por ejemplo con el arrianismo del obispo Arrio o el priscilianismo del obispo Prisciliano. Y sus antagonistas también eran obispos, pero siempre mucho más numerosos.
En un principio, las diferencias de criterio se discutían en concilios y allí mismo se excomulgaba a los herejes recalcitrantes. Pero la condena no era suficiente en la mayoría de los casos: el dogma no podía vigilar todas las mentes, y la herejía progresaba aun después de su condena oficial. Sobre todo, cuando se basaba en misterios sofisticados como el de la Trinidad, que sin duda fue el asunto que más controversias generó en el seno de la Iglesia (y del Estado, pues hay que tener en cuenta que, desde que el Imperio Romano se hizo cristiano, los enemigos de la Iglesia se confundían con los del poder político).
La unidad de criterio era el objetivo principal de la jerarquía eclesiástica, porque el entendimiento resulta imposible cuando no se cree lo mismo. Y así, la Iglesia se vio obligada forzosamente a atrincherarse en el dogma y a mantenerse al acecho como un tigre ante sus inevitables desviaciones. Mil años más tarde, esa exhaustiva misión de vigilancia fue cedida a una institución cuyo solo nombre haría temblar a los creyentes: la Inquisición.
Lo que nació como un lícito mecanismo de defensa espiritual se convirtió con el tiempo en una ominosa red de espionaje, un campo abonado para toda clase de abusos y un sistema de eliminación de disidentes o de competidores. La envidia y el rencor motivaron miles de denuncias anónimas, algunas de las cuales se resolvieron en el tormento o en la hoguera. La política también tuvo sus víctimas: fue la Inquisición inglesa la que quemó viva a Juana de Arco en Rouen.
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