Desde niña entendí que más importante que saber lo que quiero, era saber todo lo que no quería ser. Sí, siempre supe que lo mío no era ser una princesa. No sé tomar el té, no puedo distinguir un tenedor de ensaladas de cualquier otro. Nunca me interesó aprender a subir y bajar de un carro sin enseñar de más, no me pareció necesario aprender a reír con mesura y aún ahora no encuentro algo más absurdo.
Yo no sé reír si no es a carcajadas, de esas que se oyen en toda la cuadra. No sé amar con discreción, a mí se me nota en los ojos, la sonrisa, la voz y el deseo. No sé escuchar con atención y sonreír si algo no me interesa. Tampoco quise aprender el arte de disimular un enojo, no señor, si algo me enfurece grito, rompo cosas y mando a la mierda.
Hablo de política y fútbol. La mejor idea de una cena debe incluir al menos una copa de alcohol. Bailo en las fiestas hasta que se apagan las luces del lugar y sé que fue una buena noche si salgo con los zapatos en la mano.
No quiero ser la princesa del cuento, que sufre mucho para luego “vivir feliz por siempre” con el príncipe. A mí me sales con una pendejada y te vas al diablo. No fui hecha para ser “princesa”, fui hecha para ser mujer.
Mujer sin miedo, sin vergüenza. Sin represión ni mesura. Si puedes con eso, adelante. Ven y sé un hombre, porque un príncipe a mí no me sirve.
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